Carlos Ventura
Bajo una seductora y transparente falda roja, la
joven cruzó las piernas hermosas y dejó al descubierto, por un instante, sus encantos
secretos capaces de enloquecer al hombre más cuerdo.
-¡Rojo, siempre rojo¡- se quejaba, -Mi mamá está
empeñada en vestirme de rojo, ‘es el color de la pasión y el amor, te queda
bello,’ dice; siempre inventando excusas para obligarme a tener algo rojo
encima, siempre metiéndose en mi vida. MI mamá quiere controlar hasta como
respiro.
La queja casi infantil dibuja una sonrisa en el
formal y discreto doctor Lobo, mientras
la sensualidad del cuerpo despierta los instintos animales enterrados en
la sombra del reprimido terapeuta. Teresita Rojas se ha convertido en una obsesión.
Teresita era una hermosa joven de veinte años con
ojos verdes, cabello rubio y labios generosos. Su cara evoca una doncella virginal
y el cuerpo a Afrodita saliendo del mar, sus expresiones hablan inocentes y las curvas trepidantes
provocan deseo.
Desde el primer encuentro, el terapeuta quedó
seriamente perturbado. El doctor Arturo Lobo, psicólogo de 40 años, es un
hombre responsable, casado y con dos preciosas niñas. Delgado, mediana
estatura, utiliza lentes desde muy joven para verse mayor. Atiende la consulta
en un espacio pequeño y cálido construido al fondo del jardín de la vivienda familiar.
Cercado por frondosos pinos, el consultorio parece oculto en un bosque diminuto.
El experto siente una atracción especial por la espesura, allí está seguro. El
lugar es sencillo, tiene silla y diván tapizados en cuero negro, una vitrina
tallada en madera, los libros preferidos y un reloj antiguo en la pared. En un
vecindario exclusivo, este hombre juicioso lucha por una vida digna y exitosa.
El doctor Lobo ama a esposa e hijas “como cree aman
los hombres serios”, con mucha responsabilidad y poca pasión. Aconseja a los
pacientes utilizar “inteligencia emocional” para controlar las pasiones. Planificada
y ejecutada la vida con eficiencia y exactitud, cual relojería suiza.
Profesión, esposa, hijos y hasta relaciones sexuales han sido meticulosamente
programadas. Esta vida tranquila y ordenada dio un vuelco cuando Teresita Rojas
cruzó el umbral del consultorio.
En la joven se mezclan inocencia y sensualidad. En la
primera consulta, vestía un sencillo y atractivo atuendo deportivo. Una
ajustada franela azul revelaba detalles de un torso escultural, ofreciendo a la
vista unos hombros tersos y dos hermosos pechos retando firmes la gravedad. Sobre
ellos, reposa ondulante y jactanciosa, en color rojo, la palabra “BEBÉ”. El resto está cubierto por un
pantalón stretch azul profundo,
delator impúdico de caderas, muslos y un trasero legendario. La palabra “juicy”, también en rojo, sobre las sólidas
y simpáticas posaderas, dejó al terapeuta sin respiración. El hombre tragó
profundo, las piernas le temblaron, y por primera vez sudó por dentro. Después
de segundos interminables, logró desviar la mirada del jugoso manjar.
-Buenos días doctor Lobo, es un placer conocerlo, mi
amiga Claudia me ha hablado muy bien de usted- saludó Teresita con sonrisa
pícara
El psicólogo seguía paralizado entre la virgen y la
hembra plantada ante sus ojos. Con
esfuerzo, articuló una estúpida sonrisa ocultando el volcán en erupción que
llevaba dentro . Logró recuperar parte del valioso control y ofreciéndole la
mano contestó.
-Buenos días señorita Rojas, el gusto es mío. Pase
adelante y haga el favor de acostarse en el diván-
Ante la imagen de la muchacha tendida sensualmente,
el terapeuta sintió una primavera huracanada invadiendo el consultorio y
girándole desenfrenada en el pecho. Dio gracias a Freud por sentarse a espaldas
del paciente y así poder mirar a placer cada ángulo del cuerpo tentador.
-¿Qué la trae por aquí Señorita Rojas? ¿Cómo la puedo
ayudar?- preguntó en tono profesional.
-¡Ay doctor¡ Teresita por favor, señorita Rojas me hace
sentir vieja- dijo la joven mientras extendía el atractivo cabello rubio como
un manto áureo sobre el cuero negro.
-¡Qué calor hace¡, ¿verdad?¡ ¿Será el ejercicio del
gimnasio?
-Bueno Teresita ¿cuál es el motivo de tu consulta? preguntó
el terapeuta, detallando el cuello níveo
venusino.
-La verdad doctor, no estoy segura.
La paciente espontánea conversaba con facilidad.
Recorrió su vida en compañía del terapeuta; la madre ingenua había perdido la
virginidad en un crucero italiano, en las garras de su padre, un atractivo oficial
romano que nunca conoció. Ambas vivían con la abuela en un bonito apartamento vecino
al consultorio. Con algo de vergüenza,
confesó dormir con la mamá desde pequeña, aun teniendo un cuarto precioso decorado
con figuras de Disney, le parecía
absolutamente normal acompañarla, era tan solitaria y sacrificada. Estudió
primaria y secundaria en un colegio católico estricto, entre bendiciones, culpas
y temor al pecado.
La mamá era todavía joven y bonita con cuarenta años
muy bien conservados; sumisa y bondadosa, pero alérgica a la lujuria. No tenía
suerte con los hombres, aun con varios
pretendientes, no había logrado enlazar a ninguno. En una oportunidad quiso ser
monja pero desistió para ser madre.
En cambio, la abuela era una novela de aventuras, narraba
su vida sumergida en el alcohol; trago en mano, ebria, revivía amoríos
apasionados con una extensa variedad de galanes. Teresita rechazaba la
promiscuidad de la anciana, prefería
pensarla senil. En varias oportunidades la escuchó gritar entre gemidos, expiando
el deseo insatisfecho.
–La orquídea que
llevo entre las piernas todavía echa flor ¡carajo¡ necesito un hombre.
El doctor Lobo concluyó sabiamente: “Esta joven vive
entre una abuela puta y una madre mojigata”. Sin darse cuenta, el psicólogo
ensordeció y comenzó a fantasear con la adorable criatura. Sintió algo oscuro brotar
en su interior, era un deseo incontrolable fruto de las vívidas ficciones, la “inteligencia
emocional” no sirvió para nada. La energía misteriosa comenzó a tomar forma; advirtió un hocico largo y puntiagudo con
cuatro hileras de dientes filosos y una lengua ensalivada saboreando la presa. El
terapeuta intentaba huir pero el feroz animal regresaba jadeando. Los ojos eran
amarillos y amenazantes, las orejas
grandes, atentas y puntiagudas. Un gruñido paralizante y aterrador lo despertó
del ensueño.
-¡No¡- gritó alarmado.
La joven sorprendida preguntó.
-¿Qué pasa doctor Lobo? ¿Dije algo malo?
Él se apuró a contestar
- De ninguna manera Teresita, se nos acabó el tiempo.
Al despedirse, la joven, con natural picardía, tomó
al hombre por un brazo y se inclinó para besarlo en la mejilla. Este cerró los
ojos y dejó escapar un aullido.
–¡Doctor¡-
exclamó la muchacha sorprendida.
-Nos vemos la próxima semana, señorita- dijo el psicólogo consternado, y cerró rápidamente
la puerta, la primavera se le escapaba de las manos.
La joven continuó asistiendo a la terapia, los
sesenta minutos se convirtieron en la vida del profesional que conoció en
detalle la intimidad de la paciente . Al principio, familia, celos, envidias, copaban la sesión, poco
a poco, la confianza los guió hacia terrenos oscuros y escabrosos. Una tarde,
entre suspiros y gimoteos, la joven confesó su pena oculta, aunque había hecho
el amor repetidas veces con Ricardo, creía nunca haber alcanzado “la cima del
orgasmo”. Con excitantes detalles, torturaba al doctor Lobo contándole sus intentos
infructuosos por llegar al clímax.
-Ricardo me llevó a su casa porque sus padres se
habían ido para la playa y nos emborrachamos con una botella de vino. Yo tenía
una falda linda de rayas rojas y blancas. Ricardo comenzó a besarme y a meterme
la mano por los pechos y luego entre las piernas. El muy bruto me arrancó la
ropa y se me vino encima, él disfrutó
mucho pero a mi me dieron ganas de orinar. Ahora, cuando comienzo a sentir placer,
me orino. Para Ricardo lo único importante es la estúpida cacería. Se la pasa hablando de su escopeta, cómo caza
conejos y patos. ¡No juegue doctor¡ a la escopeta que yo quiero le faltan
balas. Quiere a la bicha esa como si
fuera su novia, le tiene hasta nombre, la llama “mi chopita”. La limpia, la acaricia y hasta duerme con
ella, ¡coño¡ en cambio a mi me trata a las patadas.
Teresita continuó –Un vez me lo hizo en el carro, pero se
molestó porque me oriné en el asiento trasero… Otra vez me quería llevar para
un hotel de mala muerte pero a mi me dio asco, terminé orinando en la calle… Me
atreví a meterlo en la casa, pues mi familia había salido. Ese día fue terrible,
no pude hacer nada porque me sentí como una puta y me encerré en el baño a
orinar.
Mientras ella narraba, él enloquecía. La imágenes de
la muchacha desnuda, suplicante, vagabunda, pervertida se convirtieron en un
laberinto pasional con entrada y sin salida. Comenzó también a odiar a Ricardo,
su novedoso instinto animal identificó al
cazador inexperto como el enemigo a vencer.
El psicólogo aparentaba continuar su vida rutinaria,
sin embargo, el lobo feroz había despertado. La obsesión por la joven le
sacudió los cimientos, pasaba horas oyendo a los pacientes sin escucharlos.
Sorpresivamente, estos no lo notaban, al contrario, su silencio parecía
agradarles. Deambulaba solitario en el bosque soñando con su amada, y cuando la
luna llena decoraba la noche, aullaba de deseo; estaba hambriento, el
animal enloquecido quería carne, pasión… sexo.
El doctor Lobo estaba irreconocible, el hombre
tranquilo y predecible se había convertido en un ser misterioso y agresivo. La
esposa intrigada por aquel ser oscuro y viril, sintió miedo. En una ocasión, la
fiera hambrienta olfateó el celo e intentó poseerla, los ojos voraces y el
cuerpo lascivo fueron demasiado para esta mujer poco habituada al erotismo. Aterrorizada
por la bestia erecta, corrió a refugiarse entre las niñas. Esperó hasta ver a su marido internándose en el bosque,
esa noche, los aullidos del animal herido no la dejaron conciliar el sueño.
Las sesiones terapéuticas continuaron y la verdad
oculta se hizo consciente. Teresita
escogió un vestido de satén rojo, como la muleta diestra tentando al toro
furioso. La tela suave y brillante luchaba
por contener las curvas infinitas del cuerpo ansioso, Los zapatos y el cinturón
eran rojos; un collar fino pendía dejando reposar entre sus pechos un delicado
corazón rojo. Los labios generosos estaban cubiertos también de labial rojo.
La joven, con lentitud intencionada, cruzó las piernas
sensuales y retó con sus muslos el hambre del terapeuta. Por un instante,
mostró su tesoro más preciado escondido tras un prometedor y velado encaje rojo.
Todo era diferente en él: vestía informal, no utilizaba lentes, llevaba el
cabello desarreglado. Había perdido la
mirada fría y tímida, ahora los ojos depredadores la acorralaban disfrutando la
caza, se sintió deseada. Coqueta, virgen
y prostituta, se echó hacia delante y jugueteó con el delicado corazón llamando la atención sobre sus pechos. Esbozó
una sonrisa maliciosa y cruzó el umbral del miedo.
-Doctor Lobo, sin los lentes, se le ven unos ojos muy
grandes.
-Son para mirar las delicias de tu rostro- contestó.
-Doctor, por primera vez noto sus manos grandes y
poderosas.
-Son para recorrer los parajes de tu cuerpo- insistió.
-Arturo, tu boca tiene un color violeta tan especial…
Hasta allí llegó la cordura, el lobo feroz irrumpió y
se abalanzó sobre el diván en busca de su adorada presa. Teresita supo que iba
a ser devorada, vio los ojos victimarios centellar un instante antes de
rendirse ciega a la esclavitud del deseo. Esta vez no se orinó. Sintió dos
poderosas manos sujetándole el rostro mientras una boca tibia e insaciable se
la comía a besos.
-Muérdeme Arturo, en este diván siempre fuiste tu-
suplicó, haciendo rugir al animal excitado.
Los dientes del feroz predador mordieron suavemente a
la presa indefensa. Le comió a pedazos labios, cuello y orejas; mordisqueó sus
hombros, el veneno dulce de los pechos y dentelló desesperado el jugoso trasero. Le
devoró las curvilíneas caderas, los generosos muslos, perdiéndose en el
profundo vientre de sus sueños. El feroz animal sintió a la indefensa presa
despertar del letargo, mientras él sucumbía con un aullido al instinto más bajo. Un desconocido temblor
sacudió a Teresita mientras Arturo penetraba sus misterios. Predador y presa se
enfrentaron en una lucha exquisita y encontraron el placer en la derrota. Por
horas batallaron, sin compasión, vergüenza, ni miedo, fueron poseídos por el
amor carnal, el verdadero, piel suplicante, dolor libertario. Dos seres fundidos
en grito y aliento, abrigados por un universo de besos, destruyeron sin piedad
el pasado y quedaron exhaustos sobre el diván terapéutico.
Esa fue la ultima sesión, la joven y el terapeuta no
se vieron nunca más. Cada uno siguió su camino, cada quien vivió su destino. Ella
encontró el amor “verdadero, él, reinventa la pasión en el lecho de la esposa
amante. Sin embargo, en íntima soledad, Teresita todavía escucha el aullido
nostálgico del animal feroz llorando su presa, el doctor Lobo atesora el recuerdo indeleble del satén rojo en el diván.
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