jueves, 7 de junio de 2012


Hambre a la carta
Carlos Ventura
Desperté aturdido en la penumbra de la habitación, sentí un silencio frío y una maraña de tubos y agujas conectados a mi cuerpo. Además del ánimo y la alegría, había perdido la noción del tiempo. Alguien encendió la luz; cuando mis ojos se adaptaron a la claridad, pude ver una angelical enfermera observándome con curiosidad profesional, estaba en un hospital. Recorrí el lugar con la mirada buscando ubicarme, horrorizado contemplé mi abdomen grotescamente hinchado. Pensé: “en cualquier momento estalla y esparce mis vísceras en las paredes”. La enfermera, con cultivado cariño, me puso la mano sobre la frente y preguntó:
-¿Como se siente?
 Un profundo reclamo  estomacal me obligó a suplicarle:
-Tengo hambre señorita, mucha hambre-
 Me miró compasiva, tomó mis manos y buscando resignación dijo:
-Tenga paciencia, por instrucciones del doctor le pondremos alimentación parenteral por quince días-
Mi expresión ignorante  seguramente le resultó familiar, me aclaró:
-En ese lapso, no podrá tomar agua ni probar alimento, le pondremos en la boca, tres veces al día, un algodoncito con agua-
No me tomé en serio sus palabras ¡estaba exagerando¡ impotente cerré los ojos y me quedé dormido; en sueños devoré un exquisito cerdo agridulce con papas al vapor. Un hambre tenaz me despertó, la luz del sol había derretido el frío, la claridad entraba por la ventana dando vida a la habitación. El abultamiento del estomago se mantenía firme, mi dilatada piel amenazaba con reventar; golpeé con la mano derecha la protuberancia y sonó vacía como un tambor.  Aunque seguía encadenado a las bolsas de suero, mi apetito adolecente crecía sin cesar. Un ángel mañanero entró a la habitación y me dio los buenos días. Tomó un trocito de algodón y lo sumergió en agua, me lo puso en los labios como a Cristo crucificado, era todo el líquido que probaría esa mañana. Cerré los ojos y volé a la escuela primaria: sudado y maloliente refrescaba mi cara en el bebedero, sentí las caricias del agua bañándome el rostro, y mi boca confiada saciando la sed. La tortura recién comenzaba.
A medio día, familiares y conocidos atiborraron la habitación, todos me veían con preocupación, sus rostros no podían ocultar el susto provocado por mis precarias condiciones. Mi cuñado me confesó meses más tarde, haber estado convencido que moriría, no le faltaba razón, casi paso a mejor vida. Al principio, era el centro de atención,  me mostraban cariño y buenos deseos, comentaban sobre la calidad del hospital y la excelente reputación de los médicos; deseaban hacerme sentir querido y confiado. Sin embargo, la debilidad me alejaba,  escuchaba voces remotas y murmullos indescifrables, tenía hambre, fantaseaba con degustar un suculento salmón al champán. Comenzaba a sentir el olor picante del aliento cetónico. Acostumbrados a mi  presencia enfermiza, me obviaron; conversaban sobre política, fútbol y el mal tiempo, mis oídos renunciaron. “Ojalá se larguen”, pensé, quedándome dormido.
El ángel protector vespertino me despertó para hacer seguimiento a los signos vitales, justamente cuando el ensueño me daba a saborear un chupe de camarones soberbio. Con suavidad y experiencia, tomó el pulso, la tensión y extrajo una muestra de sangre. Luego mojó mi boca con algodón y me miró con lástima,  no quise pensar en el bebedero pues me hacía daño. Cuando la enfermera abandonó la habitación, un hambre implacable me aprisionó, la desalmada estaba esperando la ausencia profesional para atacarme. Unos quiméricos espaguetis a la matriciana hicieron enardecer los ácidos gástricos, mi aparato digestivo crujía exigiendo respuesta. La vívida imaginería despertó mis glándulas salivares y estas segregaron su veneno enviándolo al epigastrio. El círculo vicioso se cerró, comprendí porque la mejor amiga del hambre es la saliva.
Encendí el televisor buscando distraer mis instintos, necesitaba imágenes de tiros, muertes, mujeres, todo menos comida, el hambre es muy astuta. Con el control remoto escaneé el aparato,  encontré una buena película y por un rato olvidé el apetito. Un insensible matrimonio amigo entró al cuarto a visitarme apertrechado con exquisitos chocolates suizos; al verme mostraron sorpresa, mi rostro demacrado y la barriga hinchada no les permitieron reconocerme, pidieron excusas y se retiraron. No me importó su partida sino la de los bombones. Me sentía como una atracción circense, harto de ser exhibido, prefería retirarme solo a lamer mis heridas.
El hambre en las noches es cruel y punzante. Cuando el silencio llena el ambiente solo se escucha el estomago gritar. Llegué a odiar los crepúsculos  presagiando horas oscuras de avidez trunca; lágrimas involuntarias me enseñaron a golpes cómo se llora de hambre. Luego llegaron las alucinaciones, imágenes amables se escapaban para darme ánimos del televisor pantalla plana colocado frente a la cama. El engaño psíquico funcionó mientras el cuerpo quiso,  bastaron unos sustanciosos tacos al pastor con guacamole enmascarados en un espejismo para oír mis vísceras aullar atormentadas, los amigos imaginarios desaparecieron. Entonces, el hambre atacó sin piedad, llegué a sentir como mi tracto digestivo se canibalizaba, el estómago se comía los intestinos.
Mi vida transcurría en una dimensión paralela, los días pasaban mientras yo flotaba en las penurias del apetito mutilado. Una tarde la habitación estaba especialmente pesada,  vinieron a visitarme un grupo grande de familiares y amigos, por desgracia, en una semana, se llevarían a cabo las elecciones presidenciales. A las preguntas y los comentarios acostumbrados: ¿cómo te sientes? ¡te ves muy bien! ¿hasta cuándo te quedas? siguió una verdadera trifulca política. Los gritos e insultos entre adversarios volaban sobre la cama, ignorando procazmente mi condición, me sentí atrapado en  una balacera de estupidez e irrespeto.
Probablemente fue venganza por la impotencia y la rabia o, tal vez, simple casualidad, pero mi vientre tamboril aflojó la tensión y expelió los gases acumulados en exceso por la dolencia. Cerré los ojos fingiendo dormir y relajé con valentía mis esfínteres, dejando fluir al exterior la química concentrada. Estruendos y explosiones flatulentas paralizaron inicialmente a los presentes, algunos hasta rieron. El problema real comenzó cuando el acido butírico y el sulfuro de hidrógeno invadieron el ambiente. Unos con nobleza, otros sin ella, todos abandonaron el cuarto como liebres espantadas. Mi esposa juró ver en mi cara una sonrisa satisfecha. La enfermera entró a realizar su trabajo y se sorprendió por la estampida; su olfato agudo percibió la atmósfera densa, alcanzó a tomar una bocanada de aire enrarecido y pensó: “se está pudriendo”, huyó horrorizada,; mis signos vitales tendrían que esperar. Había reparado el agravio, me sentí aliviado con el vientre ligero y vacío.
Los médicos me mandaron a caminar un poco cada día para evitar las atrofias musculares. Mi esposa me servía de muleta humana, dábamos paseos cortos y lentos por el pasillo, rodando el enganche metálico donde colgaban los sueros conectados a mi cuerpo. En la ruta diaria había una balanza; todos los días, con sadismo testarudo me montaba en la báscula para confirmar mi desintegración progresiva, había perdido doce kilos y todavía faltaba camino. Los hombros me caían flácidos buscando unirse sobre el pecho; la espalda comenzaba a encorvarse dejando aflorar una insipiente joroba; las piernas ajadas mostraban grietas, secuelas de la destrucción muscular. En pocos días, mi otrora cuerpo atlético se había convertido en una caricatura fruncida y seca; los líquidos inyectados en mis venas alcanzan escasamente para mantenerme con vida, nada más.
Las vías intravenosas irritaban mis brazos. Los innumerables pinchazos me habían causado un daño considerable, mis hinchados antebrazos no soportaban otro aguijón. Los médicos decidieron agujerearme los tobillos para descansar así los miembros adoloridos, sentí alivio, pero las caminatas llegaron a su fin. No hacía falta la balanza, la desnutrición era evidente.
La lucha contra el hambre era injusta y dispar, la enfrenté con coraje y decisión, cual guerrero mítico. Traté no tragar saliva para evitar su contacto mortal con los ácidos gástricos, impidiendo al espumarajo descender por el esófago y caer inexorable en el estómago. El hedor de la acetona me impregnaba el aliento. Intenté también visualizar los alimentos excitadores de la gula podridos y purulentos; cuando los espejismos aparecían exquisitos frente a mí, los mezclaba con gusanos, larvas y lombrices. Todo fue inútil, en fantasías  devoré una paella a la marinera apetitosa y putrefacta con muchísimo gusto. En realidad, hay solo dos curas para el hambre: la muerte o la comida.
El baño era para uso casi exclusivo de las visitas, mis residuos se condensaban en un mísero orine recolectado en un pato. No se si fueron restos de algodón o  gaza pero creo haber palpado telarañas en mi trasero. Soñaba con los domingos plácidos; en mi ilusión, desayunaba con deleite unos portentosos huevos benedictinos con pan tostado. Orondo, tomaba dos gruesos periódicos y me sentaba en el trono a mantenerme informado; cerraba la puerta con candado y amenazaba con penalizar a los impertinentes. Pasó mucho tiempo antes que mis sueños  se hicieran realidad.
El hambre puede conducir al divorcio. Una tarde, la bulimia arrogante arrastraba mi cuerpo humillado y derrotado, como Aquiles a Héctor frente a Troya. Alucinaba con la risotada burlona de unos profiteroles celestiales bañados en crema batida; mi esposa entró en la habitación y me vio sollozar,  me preguntó curiosa:
-¿Por qué lloras?
Le respondí
-Tengo mucha hambre-
Con insoportable benevolencia sonrió y dijo
-No exageres chico, no es para tanto-
El llanto de hambre se transformó en rabia intensa, mi mujer ignoraba mis sufrimientos, o no le importaban; cerré los ojos y me divorcié. Me rehusé a ver, oír y hablar hasta que se fuera. Solo articulé palabra cuando el ángel nocturno vino a inundar mis labios con cinco gotas de agua. El hambre es mala, enloquece, odia y hace brotar con vileza los demonios ocultos.
Una mañana radiante, desperté sintiéndome abatido y abandonado, como condenado  caminando hacia el cadalso. Tuve una visión sobrenatural: a mi lado derecho, había un carrito metálico con una bandeja arreglada pulcramente. En ella, una hermosa e irresistible arepa, un trocito de mantequilla y una naranjada me miraban tentadores. Incrédulo, estiré la mano y toqué el metal frío, eran ciertos, no estaba alucinando. Alguien había cometido el grave error de poner comida frente al hambriento, me importó un bledo la equivocación angelical.
El olor y la textura de la exquisita redondez enajenó mi poco sentido común restante. Me senté con cuidado frente al inesperado banquete, corté en cuatro pedazos el harinoso manjar caliente y los unté con la mantequilla aurea; esperé verla derretirse y empapar la porosa masa. Me llevé el primer trozo a la boca y acaricié con él mis labios para luego entregárselo a las papilas gustativas. Saboreé con infinita calma los suaves  grumos bañados en grasa, conocí entonces el néctar y la ambrosía, alimento de dioses.
Había injerido dos deliciosas porciones cuando entró un ángel amenazante. Gruñí como perro cuidando hueso y tomé el cuchillo plástico con la mano derecha, estaba dispuesto a todo. La joven enfermera me miró  alegre y regalándome una sonrisa dijo:
-¿Está buena la arepita?
-Sí- le dije desconfiado
-Vengo a quitarle la vías intravenosas, se acabaron los sueros, el doctor dio instrucciones de alimentarlo con una dieta sólida, ligera y balanceada- dijo contenta
La tensión cedió relajándome el cuerpo, la primera sonrisa sincera en quince días de ayuno iluminó mi rostro. “¡Coño, era para mí¡” pensé. La pesadilla había terminado.
Perdí veinte kilos, el médico me explicó cómo una perforación en el intestino había ocasionado una peligrosa infección tracto digestivo, estuve grave. Me dieron antibióticos masivamente para controlarla y paralizaron por completo la función gástrica esperando el cierre del orificio. Estoy contando esta historia porque, gracias a Dios, todo salió bien,  así son las cosas, el hambre me salvó la vida.










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