Hambre a la carta
Carlos Ventura
Desperté
aturdido en la penumbra de la habitación, sentí un silencio frío y una maraña
de tubos y agujas conectados a mi cuerpo. Además del ánimo y la alegría, había
perdido la noción del tiempo. Alguien encendió la luz; cuando mis ojos se adaptaron
a la claridad, pude ver una angelical enfermera observándome con curiosidad
profesional, estaba en un hospital. Recorrí el lugar con la mirada buscando
ubicarme, horrorizado contemplé mi abdomen grotescamente hinchado. Pensé: “en
cualquier momento estalla y esparce mis vísceras en las paredes”. La enfermera,
con cultivado cariño, me puso la mano sobre la frente y preguntó:
-¿Como
se siente?
Un profundo reclamo estomacal me obligó a suplicarle:
-Tengo
hambre señorita, mucha hambre-
Me miró compasiva, tomó mis manos y buscando resignación
dijo:
-Tenga
paciencia, por instrucciones del doctor le pondremos alimentación parenteral
por quince días-
Mi
expresión ignorante seguramente le
resultó familiar, me aclaró:
-En
ese lapso, no podrá tomar agua ni probar alimento, le pondremos en la boca,
tres veces al día, un algodoncito con agua-
No
me tomé en serio sus palabras ¡estaba exagerando¡ impotente cerré los ojos y me
quedé dormido; en sueños devoré un exquisito cerdo agridulce con papas al vapor.
Un hambre tenaz me despertó, la luz del sol había derretido el frío, la
claridad entraba por la ventana dando vida a la habitación. El abultamiento del
estomago se mantenía firme, mi dilatada piel amenazaba con reventar; golpeé con
la mano derecha la protuberancia y sonó vacía como un tambor. Aunque seguía encadenado a las bolsas de
suero, mi apetito adolecente crecía sin cesar. Un ángel mañanero entró a la
habitación y me dio los buenos días. Tomó un trocito de algodón y lo sumergió
en agua, me lo puso en los labios como a Cristo crucificado, era todo el líquido
que probaría esa mañana. Cerré los ojos y volé a la escuela primaria: sudado y
maloliente refrescaba mi cara en el bebedero, sentí las caricias del agua
bañándome el rostro, y mi boca confiada saciando la sed. La tortura recién
comenzaba.
A
medio día, familiares y conocidos atiborraron la habitación, todos me veían con
preocupación, sus rostros no podían ocultar el susto provocado por mis
precarias condiciones. Mi cuñado me confesó meses más tarde, haber estado
convencido que moriría, no le faltaba razón, casi paso a mejor vida. Al principio,
era el centro de atención, me mostraban cariño
y buenos deseos, comentaban sobre la calidad del hospital y la excelente reputación
de los médicos; deseaban hacerme sentir querido y confiado. Sin embargo, la
debilidad me alejaba, escuchaba voces
remotas y murmullos indescifrables, tenía hambre, fantaseaba con degustar un suculento
salmón al champán. Comenzaba a sentir el olor picante del aliento cetónico.
Acostumbrados a mi presencia enfermiza,
me obviaron; conversaban sobre política, fútbol y el mal tiempo, mis oídos
renunciaron. “Ojalá se larguen”, pensé, quedándome dormido.
El
ángel protector vespertino me despertó para hacer seguimiento a los signos
vitales, justamente cuando el ensueño me daba a saborear un chupe de camarones
soberbio. Con suavidad y experiencia, tomó el pulso, la tensión y extrajo una
muestra de sangre. Luego mojó mi boca con algodón y me miró con lástima, no quise pensar en el bebedero pues me hacía
daño. Cuando la enfermera abandonó la habitación, un hambre implacable me
aprisionó, la desalmada estaba esperando la ausencia profesional para atacarme.
Unos quiméricos espaguetis a la matriciana
hicieron enardecer los ácidos gástricos, mi aparato digestivo crujía exigiendo
respuesta. La vívida imaginería despertó mis glándulas salivares y estas
segregaron su veneno enviándolo al epigastrio. El círculo vicioso se cerró,
comprendí porque la mejor amiga del hambre es la saliva.
Encendí
el televisor buscando distraer mis instintos, necesitaba imágenes de tiros,
muertes, mujeres, todo menos comida, el hambre es muy astuta. Con el control
remoto escaneé el aparato, encontré una
buena película y por un rato olvidé el apetito. Un insensible matrimonio amigo entró
al cuarto a visitarme apertrechado con exquisitos chocolates suizos; al verme
mostraron sorpresa, mi rostro demacrado y la barriga hinchada no les
permitieron reconocerme, pidieron excusas y se retiraron. No me importó su
partida sino la de los bombones. Me sentía como una atracción circense, harto
de ser exhibido, prefería retirarme solo a lamer mis heridas.
El
hambre en las noches es cruel y punzante. Cuando el silencio llena el ambiente
solo se escucha el estomago gritar. Llegué a odiar los crepúsculos presagiando horas oscuras de avidez trunca;
lágrimas involuntarias me enseñaron a golpes cómo se llora de hambre. Luego
llegaron las alucinaciones, imágenes amables se escapaban para darme ánimos del
televisor pantalla plana colocado frente a la cama. El engaño psíquico funcionó
mientras el cuerpo quiso, bastaron unos
sustanciosos tacos al pastor con guacamole enmascarados en un espejismo para
oír mis vísceras aullar atormentadas, los amigos imaginarios desaparecieron.
Entonces, el hambre atacó sin piedad, llegué a sentir como mi tracto digestivo
se canibalizaba, el estómago se comía los intestinos.
Mi
vida transcurría en una dimensión paralela, los días pasaban mientras yo
flotaba en las penurias del apetito mutilado. Una tarde la habitación estaba
especialmente pesada, vinieron a
visitarme un grupo grande de familiares y amigos, por desgracia, en una semana,
se llevarían a cabo las elecciones presidenciales. A las preguntas y los
comentarios acostumbrados: ¿cómo te sientes? ¡te ves muy bien! ¿hasta cuándo te
quedas? siguió una verdadera trifulca política. Los gritos e insultos entre
adversarios volaban sobre la cama, ignorando procazmente mi condición, me sentí
atrapado en una balacera de estupidez e
irrespeto.
Probablemente
fue venganza por la impotencia y la rabia o, tal vez, simple casualidad, pero mi
vientre tamboril aflojó la tensión y expelió los gases acumulados en exceso por
la dolencia. Cerré los ojos fingiendo dormir y relajé con valentía mis
esfínteres, dejando fluir al exterior la química concentrada. Estruendos y
explosiones flatulentas paralizaron inicialmente a los presentes, algunos hasta
rieron. El problema real comenzó cuando el acido butírico y el sulfuro de
hidrógeno invadieron el ambiente. Unos con nobleza, otros sin ella, todos
abandonaron el cuarto como liebres espantadas. Mi esposa juró ver en mi cara
una sonrisa satisfecha. La enfermera entró a realizar su trabajo y se sorprendió
por la estampida; su olfato agudo percibió la atmósfera densa, alcanzó a tomar
una bocanada de aire enrarecido y pensó: “se está pudriendo”, huyó horrorizada,;
mis signos vitales tendrían que esperar. Había reparado el agravio, me sentí
aliviado con el vientre ligero y vacío.
Los
médicos me mandaron a caminar un poco cada día para evitar las atrofias musculares.
Mi esposa me servía de muleta humana, dábamos paseos cortos y lentos por el
pasillo, rodando el enganche metálico donde colgaban los sueros conectados a mi
cuerpo. En la ruta diaria había una balanza; todos los días, con sadismo
testarudo me montaba en la báscula para confirmar mi desintegración progresiva,
había perdido doce kilos y todavía faltaba camino. Los hombros me caían
flácidos buscando unirse sobre el pecho; la espalda comenzaba a encorvarse
dejando aflorar una insipiente joroba; las piernas ajadas mostraban grietas,
secuelas de la destrucción muscular. En pocos días, mi otrora cuerpo atlético
se había convertido en una caricatura fruncida y seca; los líquidos inyectados
en mis venas alcanzan escasamente para mantenerme con vida, nada más.
Las
vías intravenosas irritaban mis brazos. Los innumerables pinchazos me habían
causado un daño considerable, mis hinchados antebrazos no soportaban otro
aguijón. Los médicos decidieron agujerearme los tobillos para descansar así los
miembros adoloridos, sentí alivio, pero las caminatas llegaron a su fin. No
hacía falta la balanza, la desnutrición era evidente.
La
lucha contra el hambre era injusta y dispar, la enfrenté con coraje y decisión,
cual guerrero mítico. Traté no tragar saliva para evitar su contacto mortal con
los ácidos gástricos, impidiendo al espumarajo descender por el esófago y caer
inexorable en el estómago. El hedor de la acetona me impregnaba el aliento.
Intenté también visualizar los alimentos excitadores de la gula podridos y
purulentos; cuando los espejismos aparecían exquisitos frente a mí, los
mezclaba con gusanos, larvas y lombrices. Todo fue inútil, en fantasías devoré una paella a la marinera apetitosa y
putrefacta con muchísimo gusto. En realidad, hay solo dos curas para el hambre:
la muerte o la comida.
El
baño era para uso casi exclusivo de las visitas, mis residuos se condensaban en
un mísero orine recolectado en un pato. No se si fueron restos de algodón o gaza pero creo haber palpado telarañas en mi
trasero. Soñaba con los domingos plácidos; en mi ilusión, desayunaba con
deleite unos portentosos huevos benedictinos con pan tostado. Orondo, tomaba
dos gruesos periódicos y me sentaba en el trono a mantenerme informado; cerraba
la puerta con candado y amenazaba con penalizar a los impertinentes. Pasó mucho
tiempo antes que mis sueños se hicieran realidad.
El
hambre puede conducir al divorcio. Una tarde, la bulimia arrogante arrastraba
mi cuerpo humillado y derrotado, como Aquiles a Héctor frente a Troya. Alucinaba
con la risotada burlona de unos profiteroles celestiales bañados en crema
batida; mi esposa entró en la habitación y me vio sollozar, me preguntó curiosa:
-¿Por
qué lloras?
Le respondí
-Tengo
mucha hambre-
Con insoportable benevolencia sonrió y dijo
-No
exageres chico, no es para tanto-
El
llanto de hambre se transformó en rabia intensa, mi mujer ignoraba mis sufrimientos,
o no le importaban; cerré los ojos y me divorcié. Me rehusé a ver, oír y hablar
hasta que se fuera. Solo articulé palabra cuando el ángel nocturno vino a
inundar mis labios con cinco gotas de agua. El hambre es mala, enloquece, odia
y hace brotar con vileza los demonios ocultos.
Una
mañana radiante, desperté sintiéndome abatido y abandonado, como condenado caminando hacia el cadalso. Tuve una visión
sobrenatural: a mi lado derecho, había un carrito metálico con una bandeja
arreglada pulcramente. En ella, una hermosa e irresistible arepa, un trocito de
mantequilla y una naranjada me miraban tentadores. Incrédulo, estiré la mano y
toqué el metal frío, eran ciertos, no estaba alucinando. Alguien había cometido
el grave error de poner comida frente al hambriento, me importó un bledo la
equivocación angelical.
El
olor y la textura de la exquisita redondez enajenó mi poco sentido común
restante. Me senté con cuidado frente al inesperado banquete, corté en cuatro
pedazos el harinoso manjar caliente y los unté con la mantequilla aurea; esperé
verla derretirse y empapar la porosa masa. Me llevé el primer trozo a la boca y
acaricié con él mis labios para luego entregárselo a las papilas gustativas.
Saboreé con infinita calma los suaves grumos
bañados en grasa, conocí entonces el néctar y la ambrosía, alimento de dioses.
Había
injerido dos deliciosas porciones cuando entró un ángel amenazante. Gruñí como
perro cuidando hueso y tomé el cuchillo plástico con la mano derecha, estaba
dispuesto a todo. La joven enfermera me miró
alegre y regalándome una sonrisa dijo:
-¿Está
buena la arepita?
-Sí-
le dije desconfiado
-Vengo
a quitarle la vías intravenosas, se acabaron los sueros, el doctor dio
instrucciones de alimentarlo con una dieta sólida, ligera y balanceada- dijo
contenta
La
tensión cedió relajándome el cuerpo, la primera sonrisa sincera en quince días
de ayuno iluminó mi rostro. “¡Coño, era para mí¡” pensé. La pesadilla había
terminado.
Perdí
veinte kilos, el médico me explicó cómo una perforación en el intestino había
ocasionado una peligrosa infección tracto digestivo, estuve grave. Me dieron
antibióticos masivamente para controlarla y paralizaron por completo la función
gástrica esperando el cierre del orificio. Estoy contando esta historia porque,
gracias a Dios, todo salió bien, así son
las cosas, el hambre me salvó la vida.