jueves, 7 de junio de 2012


Hambre a la carta
Carlos Ventura
Desperté aturdido en la penumbra de la habitación, sentí un silencio frío y una maraña de tubos y agujas conectados a mi cuerpo. Además del ánimo y la alegría, había perdido la noción del tiempo. Alguien encendió la luz; cuando mis ojos se adaptaron a la claridad, pude ver una angelical enfermera observándome con curiosidad profesional, estaba en un hospital. Recorrí el lugar con la mirada buscando ubicarme, horrorizado contemplé mi abdomen grotescamente hinchado. Pensé: “en cualquier momento estalla y esparce mis vísceras en las paredes”. La enfermera, con cultivado cariño, me puso la mano sobre la frente y preguntó:
-¿Como se siente?
 Un profundo reclamo  estomacal me obligó a suplicarle:
-Tengo hambre señorita, mucha hambre-
 Me miró compasiva, tomó mis manos y buscando resignación dijo:
-Tenga paciencia, por instrucciones del doctor le pondremos alimentación parenteral por quince días-
Mi expresión ignorante  seguramente le resultó familiar, me aclaró:
-En ese lapso, no podrá tomar agua ni probar alimento, le pondremos en la boca, tres veces al día, un algodoncito con agua-
No me tomé en serio sus palabras ¡estaba exagerando¡ impotente cerré los ojos y me quedé dormido; en sueños devoré un exquisito cerdo agridulce con papas al vapor. Un hambre tenaz me despertó, la luz del sol había derretido el frío, la claridad entraba por la ventana dando vida a la habitación. El abultamiento del estomago se mantenía firme, mi dilatada piel amenazaba con reventar; golpeé con la mano derecha la protuberancia y sonó vacía como un tambor.  Aunque seguía encadenado a las bolsas de suero, mi apetito adolecente crecía sin cesar. Un ángel mañanero entró a la habitación y me dio los buenos días. Tomó un trocito de algodón y lo sumergió en agua, me lo puso en los labios como a Cristo crucificado, era todo el líquido que probaría esa mañana. Cerré los ojos y volé a la escuela primaria: sudado y maloliente refrescaba mi cara en el bebedero, sentí las caricias del agua bañándome el rostro, y mi boca confiada saciando la sed. La tortura recién comenzaba.
A medio día, familiares y conocidos atiborraron la habitación, todos me veían con preocupación, sus rostros no podían ocultar el susto provocado por mis precarias condiciones. Mi cuñado me confesó meses más tarde, haber estado convencido que moriría, no le faltaba razón, casi paso a mejor vida. Al principio, era el centro de atención,  me mostraban cariño y buenos deseos, comentaban sobre la calidad del hospital y la excelente reputación de los médicos; deseaban hacerme sentir querido y confiado. Sin embargo, la debilidad me alejaba,  escuchaba voces remotas y murmullos indescifrables, tenía hambre, fantaseaba con degustar un suculento salmón al champán. Comenzaba a sentir el olor picante del aliento cetónico. Acostumbrados a mi  presencia enfermiza, me obviaron; conversaban sobre política, fútbol y el mal tiempo, mis oídos renunciaron. “Ojalá se larguen”, pensé, quedándome dormido.
El ángel protector vespertino me despertó para hacer seguimiento a los signos vitales, justamente cuando el ensueño me daba a saborear un chupe de camarones soberbio. Con suavidad y experiencia, tomó el pulso, la tensión y extrajo una muestra de sangre. Luego mojó mi boca con algodón y me miró con lástima,  no quise pensar en el bebedero pues me hacía daño. Cuando la enfermera abandonó la habitación, un hambre implacable me aprisionó, la desalmada estaba esperando la ausencia profesional para atacarme. Unos quiméricos espaguetis a la matriciana hicieron enardecer los ácidos gástricos, mi aparato digestivo crujía exigiendo respuesta. La vívida imaginería despertó mis glándulas salivares y estas segregaron su veneno enviándolo al epigastrio. El círculo vicioso se cerró, comprendí porque la mejor amiga del hambre es la saliva.
Encendí el televisor buscando distraer mis instintos, necesitaba imágenes de tiros, muertes, mujeres, todo menos comida, el hambre es muy astuta. Con el control remoto escaneé el aparato,  encontré una buena película y por un rato olvidé el apetito. Un insensible matrimonio amigo entró al cuarto a visitarme apertrechado con exquisitos chocolates suizos; al verme mostraron sorpresa, mi rostro demacrado y la barriga hinchada no les permitieron reconocerme, pidieron excusas y se retiraron. No me importó su partida sino la de los bombones. Me sentía como una atracción circense, harto de ser exhibido, prefería retirarme solo a lamer mis heridas.
El hambre en las noches es cruel y punzante. Cuando el silencio llena el ambiente solo se escucha el estomago gritar. Llegué a odiar los crepúsculos  presagiando horas oscuras de avidez trunca; lágrimas involuntarias me enseñaron a golpes cómo se llora de hambre. Luego llegaron las alucinaciones, imágenes amables se escapaban para darme ánimos del televisor pantalla plana colocado frente a la cama. El engaño psíquico funcionó mientras el cuerpo quiso,  bastaron unos sustanciosos tacos al pastor con guacamole enmascarados en un espejismo para oír mis vísceras aullar atormentadas, los amigos imaginarios desaparecieron. Entonces, el hambre atacó sin piedad, llegué a sentir como mi tracto digestivo se canibalizaba, el estómago se comía los intestinos.
Mi vida transcurría en una dimensión paralela, los días pasaban mientras yo flotaba en las penurias del apetito mutilado. Una tarde la habitación estaba especialmente pesada,  vinieron a visitarme un grupo grande de familiares y amigos, por desgracia, en una semana, se llevarían a cabo las elecciones presidenciales. A las preguntas y los comentarios acostumbrados: ¿cómo te sientes? ¡te ves muy bien! ¿hasta cuándo te quedas? siguió una verdadera trifulca política. Los gritos e insultos entre adversarios volaban sobre la cama, ignorando procazmente mi condición, me sentí atrapado en  una balacera de estupidez e irrespeto.
Probablemente fue venganza por la impotencia y la rabia o, tal vez, simple casualidad, pero mi vientre tamboril aflojó la tensión y expelió los gases acumulados en exceso por la dolencia. Cerré los ojos fingiendo dormir y relajé con valentía mis esfínteres, dejando fluir al exterior la química concentrada. Estruendos y explosiones flatulentas paralizaron inicialmente a los presentes, algunos hasta rieron. El problema real comenzó cuando el acido butírico y el sulfuro de hidrógeno invadieron el ambiente. Unos con nobleza, otros sin ella, todos abandonaron el cuarto como liebres espantadas. Mi esposa juró ver en mi cara una sonrisa satisfecha. La enfermera entró a realizar su trabajo y se sorprendió por la estampida; su olfato agudo percibió la atmósfera densa, alcanzó a tomar una bocanada de aire enrarecido y pensó: “se está pudriendo”, huyó horrorizada,; mis signos vitales tendrían que esperar. Había reparado el agravio, me sentí aliviado con el vientre ligero y vacío.
Los médicos me mandaron a caminar un poco cada día para evitar las atrofias musculares. Mi esposa me servía de muleta humana, dábamos paseos cortos y lentos por el pasillo, rodando el enganche metálico donde colgaban los sueros conectados a mi cuerpo. En la ruta diaria había una balanza; todos los días, con sadismo testarudo me montaba en la báscula para confirmar mi desintegración progresiva, había perdido doce kilos y todavía faltaba camino. Los hombros me caían flácidos buscando unirse sobre el pecho; la espalda comenzaba a encorvarse dejando aflorar una insipiente joroba; las piernas ajadas mostraban grietas, secuelas de la destrucción muscular. En pocos días, mi otrora cuerpo atlético se había convertido en una caricatura fruncida y seca; los líquidos inyectados en mis venas alcanzan escasamente para mantenerme con vida, nada más.
Las vías intravenosas irritaban mis brazos. Los innumerables pinchazos me habían causado un daño considerable, mis hinchados antebrazos no soportaban otro aguijón. Los médicos decidieron agujerearme los tobillos para descansar así los miembros adoloridos, sentí alivio, pero las caminatas llegaron a su fin. No hacía falta la balanza, la desnutrición era evidente.
La lucha contra el hambre era injusta y dispar, la enfrenté con coraje y decisión, cual guerrero mítico. Traté no tragar saliva para evitar su contacto mortal con los ácidos gástricos, impidiendo al espumarajo descender por el esófago y caer inexorable en el estómago. El hedor de la acetona me impregnaba el aliento. Intenté también visualizar los alimentos excitadores de la gula podridos y purulentos; cuando los espejismos aparecían exquisitos frente a mí, los mezclaba con gusanos, larvas y lombrices. Todo fue inútil, en fantasías  devoré una paella a la marinera apetitosa y putrefacta con muchísimo gusto. En realidad, hay solo dos curas para el hambre: la muerte o la comida.
El baño era para uso casi exclusivo de las visitas, mis residuos se condensaban en un mísero orine recolectado en un pato. No se si fueron restos de algodón o  gaza pero creo haber palpado telarañas en mi trasero. Soñaba con los domingos plácidos; en mi ilusión, desayunaba con deleite unos portentosos huevos benedictinos con pan tostado. Orondo, tomaba dos gruesos periódicos y me sentaba en el trono a mantenerme informado; cerraba la puerta con candado y amenazaba con penalizar a los impertinentes. Pasó mucho tiempo antes que mis sueños  se hicieran realidad.
El hambre puede conducir al divorcio. Una tarde, la bulimia arrogante arrastraba mi cuerpo humillado y derrotado, como Aquiles a Héctor frente a Troya. Alucinaba con la risotada burlona de unos profiteroles celestiales bañados en crema batida; mi esposa entró en la habitación y me vio sollozar,  me preguntó curiosa:
-¿Por qué lloras?
Le respondí
-Tengo mucha hambre-
Con insoportable benevolencia sonrió y dijo
-No exageres chico, no es para tanto-
El llanto de hambre se transformó en rabia intensa, mi mujer ignoraba mis sufrimientos, o no le importaban; cerré los ojos y me divorcié. Me rehusé a ver, oír y hablar hasta que se fuera. Solo articulé palabra cuando el ángel nocturno vino a inundar mis labios con cinco gotas de agua. El hambre es mala, enloquece, odia y hace brotar con vileza los demonios ocultos.
Una mañana radiante, desperté sintiéndome abatido y abandonado, como condenado  caminando hacia el cadalso. Tuve una visión sobrenatural: a mi lado derecho, había un carrito metálico con una bandeja arreglada pulcramente. En ella, una hermosa e irresistible arepa, un trocito de mantequilla y una naranjada me miraban tentadores. Incrédulo, estiré la mano y toqué el metal frío, eran ciertos, no estaba alucinando. Alguien había cometido el grave error de poner comida frente al hambriento, me importó un bledo la equivocación angelical.
El olor y la textura de la exquisita redondez enajenó mi poco sentido común restante. Me senté con cuidado frente al inesperado banquete, corté en cuatro pedazos el harinoso manjar caliente y los unté con la mantequilla aurea; esperé verla derretirse y empapar la porosa masa. Me llevé el primer trozo a la boca y acaricié con él mis labios para luego entregárselo a las papilas gustativas. Saboreé con infinita calma los suaves  grumos bañados en grasa, conocí entonces el néctar y la ambrosía, alimento de dioses.
Había injerido dos deliciosas porciones cuando entró un ángel amenazante. Gruñí como perro cuidando hueso y tomé el cuchillo plástico con la mano derecha, estaba dispuesto a todo. La joven enfermera me miró  alegre y regalándome una sonrisa dijo:
-¿Está buena la arepita?
-Sí- le dije desconfiado
-Vengo a quitarle la vías intravenosas, se acabaron los sueros, el doctor dio instrucciones de alimentarlo con una dieta sólida, ligera y balanceada- dijo contenta
La tensión cedió relajándome el cuerpo, la primera sonrisa sincera en quince días de ayuno iluminó mi rostro. “¡Coño, era para mí¡” pensé. La pesadilla había terminado.
Perdí veinte kilos, el médico me explicó cómo una perforación en el intestino había ocasionado una peligrosa infección tracto digestivo, estuve grave. Me dieron antibióticos masivamente para controlarla y paralizaron por completo la función gástrica esperando el cierre del orificio. Estoy contando esta historia porque, gracias a Dios, todo salió bien,  así son las cosas, el hambre me salvó la vida.










domingo, 3 de junio de 2012

Satén rojo en el diván
Carlos Ventura
                
Bajo una seductora y transparente falda roja, la joven cruzó las piernas hermosas y dejó al descubierto, por un instante, sus encantos secretos capaces de enloquecer al hombre más cuerdo.
-¡Rojo, siempre rojo¡- se quejaba, -Mi mamá está empeñada en vestirme de rojo, ‘es el color de la pasión y el amor, te queda bello,’ dice; siempre inventando excusas para obligarme a tener algo rojo encima, siempre metiéndose en mi vida. MI mamá quiere controlar hasta como respiro.
La queja casi infantil dibuja una sonrisa en el formal y discreto doctor Lobo, mientras  la sensualidad del cuerpo despierta los instintos animales enterrados en la sombra del reprimido terapeuta.  Teresita Rojas se ha convertido en una obsesión.
Teresita era una hermosa joven de veinte años con ojos verdes, cabello rubio y labios generosos. Su cara evoca una doncella virginal y el cuerpo a Afrodita saliendo del mar,  sus expresiones hablan inocentes y las curvas trepidantes provocan deseo.
Desde el primer encuentro, el terapeuta quedó seriamente perturbado. El doctor Arturo Lobo, psicólogo de 40 años, es un hombre responsable, casado y con dos preciosas niñas. Delgado, mediana estatura, utiliza lentes desde muy joven para verse mayor. Atiende la consulta en un espacio pequeño y cálido construido al fondo del jardín de la vivienda familiar. Cercado por frondosos pinos, el consultorio parece oculto en un bosque diminuto. El experto siente una atracción especial por la espesura, allí está seguro. El lugar es sencillo, tiene silla y diván tapizados en cuero negro, una vitrina tallada en madera, los libros preferidos y un reloj antiguo en la pared. En un vecindario exclusivo, este hombre juicioso lucha por una vida digna y exitosa.
El doctor Lobo ama a esposa e hijas “como cree aman los hombres serios”, con mucha responsabilidad y poca pasión. Aconseja a los pacientes utilizar “inteligencia emocional” para controlar las pasiones. Planificada y ejecutada la vida con eficiencia y exactitud, cual relojería suiza. Profesión, esposa, hijos y hasta relaciones sexuales han sido meticulosamente programadas. Esta vida tranquila y ordenada dio un vuelco cuando Teresita Rojas cruzó el umbral del consultorio.
En la joven se mezclan inocencia y sensualidad. En la primera consulta, vestía un sencillo y atractivo atuendo deportivo. Una ajustada franela azul revelaba detalles de un torso escultural, ofreciendo a la vista unos hombros tersos y dos hermosos pechos retando firmes la gravedad. Sobre ellos, reposa ondulante y jactanciosa, en color rojo, la palabra “BEBÉ”. El resto está cubierto por un pantalón stretch azul profundo, delator impúdico de caderas, muslos y un trasero legendario. La palabra “juicy”, también en rojo, sobre las sólidas y simpáticas posaderas, dejó al terapeuta sin respiración. El hombre tragó profundo, las piernas le temblaron, y por primera vez sudó por dentro. Después de segundos interminables, logró desviar la mirada del jugoso manjar.  
-Buenos días doctor Lobo, es un placer conocerlo, mi amiga Claudia me ha hablado muy bien de usted- saludó Teresita con sonrisa pícara
El psicólogo seguía paralizado entre la virgen y la hembra plantada ante sus ojos.  Con esfuerzo, articuló una estúpida sonrisa ocultando el volcán en erupción que llevaba dentro . Logró recuperar parte del valioso control y ofreciéndole la mano contestó.
-Buenos días señorita Rojas, el gusto es mío. Pase adelante y haga el favor de acostarse en el diván-
Ante la imagen de la muchacha tendida sensualmente, el terapeuta sintió una primavera huracanada invadiendo el consultorio y girándole desenfrenada en el pecho. Dio gracias a Freud por sentarse a espaldas del paciente y así poder mirar a placer cada ángulo del cuerpo tentador.
-¿Qué la trae por aquí Señorita Rojas? ¿Cómo la puedo ayudar?- preguntó en tono profesional.
-¡Ay doctor¡ Teresita por favor, señorita Rojas me hace sentir vieja- dijo la joven mientras extendía el atractivo cabello rubio como un manto áureo sobre el cuero negro.
-¡Qué calor hace¡, ¿verdad?¡ ¿Será el ejercicio del gimnasio?
-Bueno Teresita ¿cuál es el motivo de tu consulta? preguntó el terapeuta, detallando el  cuello níveo venusino.
-La verdad doctor, no estoy segura.
La paciente espontánea conversaba con facilidad. Recorrió su vida en compañía del terapeuta; la madre ingenua había perdido la virginidad en un crucero italiano, en las garras de su padre, un atractivo oficial romano que nunca conoció. Ambas vivían con la abuela en un bonito apartamento vecino al consultorio.  Con algo de vergüenza, confesó dormir con la mamá desde pequeña, aun teniendo un cuarto precioso decorado con figuras de Disney, le parecía absolutamente normal acompañarla, era tan solitaria y sacrificada. Estudió primaria y secundaria en un colegio católico estricto, entre bendiciones, culpas y temor al pecado.
La mamá era todavía joven y bonita con cuarenta años muy bien conservados; sumisa y bondadosa, pero alérgica a la lujuria. No tenía suerte con los hombres,  aun con varios pretendientes, no había logrado enlazar a ninguno. En una oportunidad quiso ser monja pero desistió para ser madre.
En cambio, la abuela era una novela de aventuras, narraba su vida sumergida en el alcohol; trago en mano, ebria, revivía amoríos apasionados con una extensa variedad de galanes. Teresita rechazaba la promiscuidad de la anciana,  prefería pensarla senil. En varias oportunidades la escuchó gritar entre gemidos, expiando el deseo insatisfecho.
 –La orquídea que llevo entre las piernas todavía echa flor ¡carajo¡ necesito un hombre.
El doctor Lobo concluyó sabiamente: “Esta joven vive entre una abuela puta y una madre mojigata”. Sin darse cuenta, el psicólogo ensordeció y comenzó a fantasear con la adorable criatura. Sintió algo oscuro brotar en su interior, era un deseo incontrolable fruto de las vívidas ficciones, la “inteligencia emocional” no sirvió para nada. La energía misteriosa comenzó a tomar forma;  advirtió un hocico largo y puntiagudo con cuatro hileras de dientes filosos y una lengua ensalivada saboreando la presa. El terapeuta intentaba huir pero el feroz animal regresaba jadeando. Los ojos eran  amarillos y amenazantes, las orejas grandes, atentas y puntiagudas. Un gruñido paralizante y aterrador lo despertó del ensueño.
-¡No¡- gritó alarmado.
La joven sorprendida preguntó.
-¿Qué pasa doctor Lobo? ¿Dije algo malo?
Él se apuró a contestar
- De ninguna manera Teresita,  se nos acabó el tiempo.
Al despedirse, la joven, con natural picardía, tomó al hombre por un brazo y se inclinó para besarlo en la mejilla. Este cerró los ojos y dejó escapar un aullido.
 –¡Doctor¡- exclamó la muchacha sorprendida.  
-Nos vemos la próxima semana, señorita-  dijo el psicólogo consternado, y cerró rápidamente la puerta, la primavera se le escapaba de las manos.
La joven continuó asistiendo a la terapia, los sesenta minutos se convirtieron en la vida del profesional que conoció en detalle la intimidad de la paciente . Al principio,  familia, celos, envidias, copaban la sesión, poco a poco, la confianza los guió hacia terrenos oscuros y escabrosos. Una tarde, entre suspiros y gimoteos, la joven confesó su pena oculta, aunque había hecho el amor repetidas veces con Ricardo, creía nunca haber alcanzado “la cima del orgasmo”. Con excitantes detalles, torturaba al doctor Lobo contándole sus intentos infructuosos por llegar al clímax.
-Ricardo me llevó a su casa porque sus padres se habían ido para la playa y nos emborrachamos con una botella de vino. Yo tenía una falda linda de rayas rojas y blancas. Ricardo comenzó a besarme y a meterme la mano por los pechos y luego entre las piernas. El muy bruto me arrancó la ropa y se me vino encima, él  disfrutó mucho pero a mi me dieron ganas de orinar. Ahora, cuando comienzo a sentir placer, me orino. Para Ricardo lo único importante es la estúpida cacería.  Se la pasa hablando de su escopeta, cómo caza conejos y patos. ¡No juegue doctor¡ a la escopeta que yo quiero le faltan balas.  Quiere a la bicha esa como si fuera su novia, le tiene hasta nombre, la llama “mi chopita”.  La limpia, la acaricia y hasta duerme con ella, ¡coño¡ en cambio a mi me trata a las patadas.
Teresita continuó  –Un vez me lo hizo en el carro, pero se molestó porque me oriné en el asiento trasero… Otra vez me quería llevar para un hotel de mala muerte pero a mi me dio asco, terminé orinando en la calle… Me atreví a meterlo en la casa, pues mi familia había salido. Ese día fue terrible, no pude hacer nada porque me sentí como una puta y me encerré en el baño a orinar.
Mientras ella narraba, él enloquecía. La imágenes de la muchacha desnuda, suplicante, vagabunda, pervertida se convirtieron en un laberinto pasional con entrada y sin salida. Comenzó también a odiar a Ricardo,  su novedoso instinto animal identificó al cazador inexperto como el enemigo a vencer.
El psicólogo aparentaba continuar su vida rutinaria, sin embargo, el lobo feroz había despertado. La obsesión por la joven le sacudió los cimientos, pasaba horas oyendo a los pacientes sin escucharlos. Sorpresivamente, estos no lo notaban, al contrario, su silencio parecía agradarles. Deambulaba solitario en el bosque soñando con su amada, y cuando la luna llena decoraba la noche, aullaba de deseo; estaba hambriento, el animal  enloquecido  quería carne, pasión… sexo.
El doctor Lobo estaba irreconocible, el hombre tranquilo y predecible se había convertido en un ser misterioso y agresivo. La esposa intrigada por aquel ser oscuro y viril, sintió miedo. En una ocasión, la fiera hambrienta olfateó el celo e intentó poseerla, los ojos voraces y el cuerpo lascivo fueron demasiado para esta mujer poco habituada al erotismo. Aterrorizada por la bestia erecta, corrió a refugiarse entre las niñas. Esperó  hasta ver a su marido internándose en el bosque, esa noche, los aullidos del animal herido no la dejaron conciliar el sueño.
Las sesiones terapéuticas continuaron y la verdad oculta se hizo consciente. Teresita  escogió un vestido de satén rojo, como la muleta diestra tentando al toro furioso. La  tela suave y brillante luchaba por contener las curvas infinitas del cuerpo ansioso, Los zapatos y el cinturón eran rojos; un collar fino pendía dejando reposar entre sus pechos un delicado corazón rojo. Los labios generosos estaban cubiertos también de labial rojo.
La joven, con lentitud intencionada, cruzó las piernas sensuales y retó con sus muslos el hambre del terapeuta. Por un instante, mostró su tesoro más preciado escondido tras un prometedor y velado encaje rojo. Todo era diferente en él: vestía informal, no utilizaba lentes, llevaba el cabello desarreglado.  Había perdido la mirada fría y tímida, ahora los ojos depredadores la acorralaban disfrutando la caza,  se sintió deseada. Coqueta, virgen y prostituta, se echó hacia delante y jugueteó con el delicado corazón  llamando la atención sobre sus pechos. Esbozó una sonrisa maliciosa y cruzó el umbral del miedo. 
-Doctor Lobo, sin los lentes, se le ven unos ojos muy grandes.
-Son para mirar las delicias de tu rostro- contestó.
-Doctor, por primera vez noto sus manos grandes y poderosas.
-Son para recorrer los parajes de tu cuerpo- insistió.
-Arturo, tu boca tiene un color violeta tan especial…
Hasta allí llegó la cordura, el lobo feroz irrumpió y se abalanzó sobre el diván en busca de su adorada presa. Teresita supo que iba a ser devorada, vio los ojos victimarios centellar un instante antes de rendirse ciega a la esclavitud del deseo. Esta vez no se orinó. Sintió dos poderosas manos sujetándole el rostro mientras una boca tibia e insaciable se la comía a besos.
-Muérdeme Arturo, en este diván siempre fuiste tu- suplicó, haciendo rugir al animal excitado.
Los dientes del feroz predador mordieron suavemente a la presa indefensa. Le comió a pedazos labios, cuello y orejas; mordisqueó sus hombros, el veneno dulce de los pechos y  dentelló desesperado el jugoso trasero. Le devoró las curvilíneas caderas, los generosos muslos, perdiéndose en el profundo vientre de sus sueños. El feroz animal sintió a la indefensa presa despertar del letargo, mientras él sucumbía con un aullido al  instinto más bajo. Un desconocido temblor sacudió a Teresita mientras Arturo penetraba sus misterios. Predador y presa se enfrentaron en una lucha exquisita y encontraron el placer en la derrota. Por horas batallaron, sin compasión, vergüenza, ni miedo, fueron poseídos por el amor carnal, el verdadero, piel suplicante, dolor libertario. Dos seres fundidos en grito y aliento, abrigados por un universo de besos, destruyeron sin piedad el pasado y quedaron exhaustos sobre el diván terapéutico. 
Esa fue la ultima sesión, la joven y el terapeuta no se vieron nunca más. Cada uno siguió su camino, cada quien vivió su destino. Ella encontró el amor “verdadero, él, reinventa la pasión en el lecho de la esposa amante. Sin embargo, en íntima soledad, Teresita todavía escucha el aullido nostálgico del animal feroz llorando su presa, el doctor Lobo atesora  el recuerdo indeleble del satén rojo en el diván.